En sus inicios, los videojuegos eran considerados una actividad solitaria y poco productiva. Los jugadores eran estigmatizados como nerds o frikis apartados de la sociedad convencional.
Este estigma estaba arraigado en la idea de que eran una pérdida de tiempo y que sus seguidores carecían de habilidades sociales y ambiciones.
Con el tiempo, a medida que los videojuegos evolucionaron y se volvieron más accesibles, el perfil del jugador también cambió. La aparición de juegos sociales, en línea y multijugador cambió la dinámica, permitiendo la interacción entre jugadores de todo el mundo.
Este cambio gradualmente desvaneció el estigma original y demostró que los videojuegos podían ser plataformas para la socialización y la colaboración.
A sus 5 años, Osvaldo Ruíz tuvo en sus manos un Nintendo Entertainment System (NES) en el que se dejó cautivar de la Saga de Super Mario, que con el tiempo se convirtió en una figura emblemática del entretenimiento.
“A veces no entiendo cuál es el estigma. Hay gente sedentaria que no es gamer y hay gente que tiene sus consolas y los ves haciendo actividades físicas y sociales. Creo que va en la persona y no en una consola. La verdad yo siempre tuve una vida social muy buena, tengo grandes amigos conocí mucha gente”.
El amor por los videojuegos se nutre de la diversidad. Desde el jugador casual que disfruta de partidas relajadas, hasta el entusiasta competitivo que busca perfeccionar cada estrategia, todos encuentran un espacio en este universo digital y Esteban Ocampo es consciente de ello.
“Se ha alcanzado un nivel de profesionalismo y respeto que ha ayudado a legitimar la actividad de juego. La diversidad de la comunidad gamer se ha vuelto más evidente, y se reconoce cada vez más que serlo no define una única identidad, sino que abarca a personas de todas las edades, géneros y trasfondos”.